viernes, 2 de octubre de 2009

Zarathustra I

- ¡So bestias! –dijo Zarathustra– Todavía no saben lo que se pierden.
El sabio había observado la acción de un hombre cuya adoración todavía se apoyaba en un dios cristiano. El hombre, en esa oportunidad, se hallaba tratando de colocar un candado con una armella que tenía un diámetro superior al agujero que daba forma al cerrojo que quería asegurar; por cuestiones de inseguridad social.
El hombre intentaba hacer pasar hierro sólido por un lugar donde una pequenísima superficie, de también hierro sólido, se lo impedía. Al no lograrlo, miraba el lugar en la puerta de rejas que circunscribía el problema. Y volvía a intentar. Zarathustra enmudeció de alma, estas cosas le hacían mucho daño.
– Cuál es el problema, buen hombre –inquirió Zarathustra.
– Es que tengo este candado chiquito y quiero poner este más grande que es más seguro, pero el orificio de la traba es muy chico.
– Sí, he notado el problema.
Zarathustra quedó mirándo al hombre con aire meditativo, y continuó:
– Puedo hacerte una pregunta, buen hombre –el hombre afirmó con la cabeza– ¿Crees en el dios cristiano? –el hombre volvió a afirmar con el mismo gesto– ¿Y tu dios te castiga por tratar de inventar otra salida a tu problema?
El hombre dio un paso atrás y miró a este personaje que ya le resultó extraño.
– No quiero ofenderte –siguió Zarathustra–, no tengo esa intención, te estoy hablando seriamente. Simplemente quiero saber por qué no intentaste otras formas de trabar la cerraja.
– Y porque no ¿No ve que no entra en el agujero? Salvo que lo agrande, pero quedaría un espesor muy fino en este borde; no es seguro.
– ¿Y poniendo el candado en otro lugar?
Zarathustra no entendía cuál era el obstáculo para probar en la realidad lo que eran hipótesis que no traspasaban el ámbito mental. Él había observado en la acción lo que para alguien común y normal es totalmente lógico: la falta de intentos, aunque sean absurdos.
– ¿Dónde? –desafió el hombre.
– Por ejemplo, aquí, tomando este hierro forjado, al final de la traba.
– Es que no funcionará.
– ¿Usted ya ha probado?
– No, pero es lo que creo. Me parece ridículo estar metiendo el candado en cualquier lado sabiendo que no va a funcionar.
– Pero aquí, con excepción de quien le habla, no hay nadie más, y yo no me burlaré de usted, tenga plena seguridad.
El hombre extendió el candado a Zarathustra:
– ¿A ver? Pruebe usted.
Zarathustra intentó lo que había pensado y dicho. La traba giraba y pasaba por debajo de la armella del candado. La situación no había variado.
– ¿Vio? –dijo el hombre–. Yo le dije.
– Es verdad, usted sólo lo dijo.
Y entonces, Zarathustra pronunció en silencio la frase que comienza este texto.